viernes, 23 de octubre de 2015

Tal como sale -Primeros Capítulos- Fragmentos

Primeras Páginas del libro TAL COMO SALE, Editado por Ediciones Carena./ autor: Damián Patón Fernández. Reservado todos los derechos.
 
 
 
 



  

Primera edición: marzo de 2013

© Damián Patón Fernández

© Ediciones Carena

c/ Alpens, 8

08014 Barcelona

Tel. 934 310 283

www.edicionescarena.org

carena@edicionescarena.org

Diseño cubierta: Davinia Martín

Maquetación: Patricia Vélez

Corrección: Begoña Eladi

Depósito legal: B-9225/2013

ISBN: 978-84-15681-54-0

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibi­das, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet— y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.

 

 

1

Desde el principio fui otro que no era yo. No me hallaba en sí. Sin otra condición y en busca de mí mismo, me extravíe por los senderos y círculos de la vida, al modo de Dante en su comedia. Y hallé, otro que era yo, pero no era. Moldeado al gusto y el parecer de los demás. Era como la flauta, por cuyos huecos soplaba y silbaba la música de los otros, entona­da en mí. Pero yo sabía que iba extraviado por los senderos de la vida y que los lobos hambrientos añoraban la carnaza. Nadie me entendía. Solitario todos los días de mi vida. Solo conmigo mismo. Luchador en el mar sin navío de mí mismo. Dije a todo sí y al abrir la boca, hablaba otros idiomas y cuando decía lo que anhelaban oír, era extranjero en casa. Extraño en familia; mi patria, mi exilio. Y creían que hablaba, palabras de otros tiempos.

Esto os cuento.

Soy el médium… Vuestro médium.

…pero bueno, este festín es para disfrutar. Y mis palabras, para los pocos que quieran leerlas. ¿Querrá leerlas alguien? ¿De verdad? ¿Lee alguien hoy? ¿Quién? ¡Los ciegos, los cie­gos! Quizá dentro de poco, todos los libros de la enorme bi­blioteca de la Tierra ardan en la pira del terrible fuego de las más bellas imágenes. Y nos ahogaremos, cual Narcisos, en el opaco espejo de las pantallas del celuloide. No necesitaremos espejos. El espejo será la «imagen». Y lo superficial sustituirá paulatinamente a lo auténtico. Y leer y amar y cortejar será cosa de milagro. Lo inocuo se cotiza alto en la bolsa. Son los perversos tiempos del capitalismo, demoníaco y oculto. Su fin y proeza, sin humanidad.


2

Me llamo Mikel Goldstain y soy una entidad subversiva. El rayo que me penetra. La furia que revela mis perturbaciones de ánimo. El cero y el múltiplo. «Estoy tan muerto, que el resto de la humanidad apesta a vida». Soy una perfecta aberración. Nací con un tatuaje: «El escorpión y la salamandra, luchando en el círculo de fuego». He huido de tanta lujuria y lascivia que me martirizaba como una fiebre salvaje. «Es mi educación». Debe ser mi educación y la debilidad que me nombra. Debe ser que nunca pude aceptar a mis padres. «Debe ser mi jodida educa­ción, maldita sea». Yo no tenía problemas. No los problemas de todos esos gilipollas que ruedan por la «gran noria zanaho­ria de la normalidad». Soy tan normal que mi sensibilidad se expande como un fuego que todo lo incendia. «Destrucción y construcción», este es mi nombre.

Este es el fin de todo.

Aquí podría explicar por qué no me gusta la gente. Aquí podría explicar por qué creo que la gente es cruel y su cruel­dad contribuye a que nos comportemos como la escoria que somos. No creo en la gente, porque no me gusta y «yo soy la gente». No creo en Dios, ni en dioses. No creo en la sociedad de consumo, «pero es la única que tengo». Estoy tan muerto que asciendo a la resurrección de este caos que todo lo engen­dra. El sexo es como destruir, como sacar la lengua y explorar el infinito. El cielo estaba allí, ahora que lo pienso, ahora que pienso en todo eso… en todas las humillaciones sufridas, en todos los golpes recibidos y en mi familia. Por lo que a mí respecta, mi familia es lo peor que me ha podido ocurrir. A pesar de ser hijo de familia numerosa, a pesar del cáncer que a todos nos devora, si lo que han llamado mi familia, esto es: mis padres y hermanos (esos extraños) murieran, no sentiría nada. De hecho, los vínculos de sangre no significan nada. Los vínculos de afecto, de cariño, de compañía… contienen el significado puro y profundo del amor. El significado de la palabra familia es el significado de la destrucción sistemática, del odio progresivo en la fricción constante. Toda familia en mayor o menor medida es el nido donde confluye la unión por intereses de supervivencia, de religión, de seguridad… la mujer establece esa sintonía. El hombre la capta y la deforma.

 

Estoy destruyéndome. Infinitos mundo habitan en mí. Estoy buscando la legión de apestados que conviven en mí. Soy una anomalía absoluta. Y esto es lo que os quiero contar. El cero desnudo. La sangre pura y cristalina.

Estoy atrapado dentro de mí. Las sucesivas imágenes de do­lor, humillación y rencor me martirizan. Estoy atrapado den­tro de mi gran ego. Estoy atrapado.

A menudo siento una soledad que ni las palabras son capa­ces de definir. Una soledad que no es de este mundo.

Estamos aquí, afluyendo como bandadas de ceros infinitos, en llanuras secretas de desiertos repletos de multitudes de so­ledad.

3

La familia a la que pertenecía era un fracaso absoluto. Un conjunto de tarados, de cretinos, ignorantes y gilipollas. Esta­ban orgullosos de su ignorancia, de su asquerosa vulgaridad. Eran tan mediocres que daban asco y no porque carecieran de medios, que carecían, sino porque eran lacayos absolutos. Mi madre me expulsó de su vagina a una edad tan temprana que hoy sería considerado delito. No sé quién es mi padre, y aún sigo sin saberlo, pero parece ser que yo era culpable de eso, porque mi madre fue a casarse con el más imbécil del barrio y dio a luz a otros tantos idiotas como yo. Con el paso de los años, recuerdo humillaciones sufridas y con profundo rencor, todo el daño que aquello hizo a mi alma, asumiendo una res­ponsabilidad, una frustración que no me correspondía. Yo tenía una marca: una cicatriz, yo tenía un «estigma». Ahora lo veo claro… «un estigma». Por haber nacido en el seno de una familia po­bre, de clase obrera, al borde de la miseria, por haber nacido en un mundo «que sí me pertenecía», pero no me quería, por haber sido hijo de padre desconocido, pero con padre acredi­tado, tenía que pasarlas putas. Y las pasé. Desde niño se me impedía que prosperara. Había nacido en un país como este en el cual, venir de abajo, es un insulto. Pertenecer a la clase obrera es una lacra. Los primeros traidores son los hijos de la clase obrera. Estaba condenado. Tenía un estigma, un profun­do estigma. Por mucho que me empeñara en rebajarme a su nivel —el nivel de los trogloditas y los mediocres voluntarios, con menos luces que un cascabel— no me quedaba otra; o me extinguía. Pero joder, siempre estaba presente el maldito asun­to; ¡de que yo no era parte de ellos, sino una mitad! ¡Coño, siempre era culpable de haber nacido de la manera en la que nací! Mi madre, precisamente, no colaboró. Hay que reconocerlo: a mi madre le costó mucho aquel polvo, con quien fuera. Jamás he sabido quién era mi padre y no creo que a estas alturas lo sepa. Y eso es algo que ya no me importa mucho. Probablemente haya sufrido un escarnio inconsciente, probablemente mi ma­dre hubiera sufrido humillaciones absolutas… probablemen­te, si hubiera tenido más arrojo —que no lo tenía y tampoco la dejaban— podría haber tenido una vida más digna. Y no me refiero a que no tuviera un plato donde comer, sino al calor de una familia, como debe ser. Pero todo lo que es familia, es hipocresía, es mentira. Por lo menos en mi caso. Todo eso me da náuseas. No hubo cometas el día de mi nacimiento y, según los astrólogos, no estaba predestinado a ser un ¡gran hombre! —ya tiene cojones el asunto— sino más bien a ser un médium. Nací con un radar. El día en que nací, la Luna negra se posicionó. Un Sol de fuego cayó como un jarro de agua fría, el noviembre más otoñal que jamás mis padres recordarán. Cuando nací, no sucedió nada especial. Lo cual estaba bien, porque te sitúa dónde estás: eres un simple ser humano como los demás; comes por la boca, ves por los ojos y cagas por el mismo agujero que reyes, zares, emperadores y chusma con poder. Mi madre me expulsó de su vagina, entre dilataciones. Era mediodía y el fuego ardía. El agua oscura de noviembre daba hostias a los árboles. Las hojas caían como cuchillas de afeitar y creo que ese día la diñaron, otros tantos como yo. Ese día estrenaron el látigo eléctrico y comenzaron las batidas en Vietnam. Franco seguía haciendo de adiestrador de lame­culos, en mi país, España. Tuve que nacer en España, que es casi como nacer en un cubo de basura, infecto por el perfume de la peor maldad que pueda existir, solo comparable al espí­ritu chino —esa raza asiática que detesto y que son lo peor que puede ocurrirle a la humanidad, junto con los indios—. Entonces, en aquel jodido hospital de mugre, de pobres, no tenían ni ropa para vestirme. Debí haberlo previsto, pero con ese signo de la crucifixión atea, con esa rara lógica de las ra­meras que te dan placer por cuatro chavos, sin ningún cortejo, yo ya estaba en las puertas del infierno, en la selva de la vida, en mitad de la selva de la vida, parodiando a mi colega Dante. Como jamás he escrito una dichosa línea que valiera la pena y como no soy lírico, por nacimiento, como soy un escritor os­curo que escribe en la sombra, como nadie hasta ahora se ha atrevido a publicarme, debo decir que nací en el momento más inexacto. Marte se posicionaba en medio de un estallido de cólera —como le corresponde a Marte, el dios de la guerra—. Mercurio derramaba su venenoso poder durante los próximos milenios —ya no existiremos y estas palabras ya no existirán cuando la especie humana desaparezca—. La Tierra, nuestro planeta saqueado por el gran prostíbulo del consumismo, la industria y el gran depredador hombre, será una letrina he­dionda donde los excrementos, el detritus y toda la podredum­bre florecerán. Los extraterrestres vendrán de otros mundos a darse su festín glorioso y no estaremos para jodernos. Los depósitos de cadáveres tendrán una muerte silenciosa, como corresponde. La luna negra dominaba mi horizonte y el lado mágico, me lo dio Capricornio, en la media noche. Cuanto más tiempo pasa, más profundo y alegre me vuelvo. ¡Cuánto más cerca estoy de la muerte con mi radar, con mi sentido médium, con mi sensibilidad de ninfómana herida, de loco clarividen­te, más cerca estoy de la muerte y de comprender! Nací bajo el signo del escorpión, con el ascendente en acuario. Por ser escorpión-acuario, dualidad de revolución espiritual, de revo­lución constante y de impotencia absoluta, a la vez que vierto mi manantial de creatividad… quizás por ser quien soy —tal vez, «hasta por eso»— tengo un destino que voy escribiendo, y cuando llegue esa hora absoluta, «cuando la picha ya no se ponga tiesa» y tenga que tomar viagra, cuando sea el final de mi vida —morir con dignidad, por favor— mis palabras abrirán vues­tras carnes y me diréis ¡en qué pensaba cuando escribía; y yo os diré: en el jardín de las delicias, en estar solo y sentir fluir mi paz interior, en mi triste México, en mi horrible España… en mi amada Cuba, desesperada, en mi mujer, en las mujeres, en mis hijos, en mis amigos… ¡Soy un incomprendido! Soy un cobarde. Siempre lo he sido. No soy un tipo que valga para darse puñetazos, pero me defiendo. Joder, yo tenía mi maravi­lloso ¡lado mágico! Nací justo cuando la idea de vender a Dios en los supermercados no era válida. Pasé gran parte de mi niñez, apartado, siempre recibiendo hostias. En la escuela, es­taba rodeado de la peor chusma y seguí recibiendo hostias por parte de los más marginados: moros, gitanos, hijos de yonquis y ellos futuros yonquis; incluso abusaron sexualmente de mí a los trece años, metiéndome sus pichas en la boca… forzán­dome a ello «cuando los profes miraban hacia otro lado». Era una mediocridad absoluta, a la fuerza. Sí, fui víctima de abu­sos sexuales por parte de mis propios compañeros de escuela. Durante décadas, fui una sombra gris que todos apartaban a un lado, que todos ninguneaban. Dentro de mí, hervía mi ver­dadero «ser»… el «yo», es otro asunto… el «yo», es temporal… el «ser», es la vida, eres tú, hasta que ya no habitas en el «yo»…

4
 

¿De qué sirve hoy la rebeldía?

La perra del usurpador sigue en celo. Y nosotros, como las se­millas que el viento empujó, crecemos allá, como la mala hierba.

Porque tenéis que saberlo, hoy no es tiempo de rebelión, a voz en grito, de cosechar el fuego en las entrañas. Hoy la perra, que está en celo, «lo hace de otra manera».

«Hoy la rebelión» y la revolución, las venden en los super­mercados.

«Hoy» todo está dictado en Internet, en la televisión, en los spot publicitarios, en los periódicos, en la radio, en los políti­cos, incluso el vecino te dirá que es mejor ¡ver, oír y callar! Al fin y al cabo, «mientras no te toque a ti».

Porque en África, la perra que está en celo ha parido cientos de cadáveres famélicos y una rosa caníbal que lo devora todo: expolio, Ébola, sida, sarampión y millones de cadáveres de ni­ños que aún no sabían pronunciar la palabra madre.

«En Europa del Este, la misma perra que está en celo en­vío sus lujurias» y los antropófagos regímenes dictatoriales del comunismo se metamorfosearon, de repente, en el monstruo híbrido de mafias y capitalismos salvajes que deja en mantillas a la madre de todos los capitalistas.

Pero así están los tiempos: los musulmanes invocan a su Alá, humillando y ejecutando a toda mujer que se atreva a alzar el puño y gritar que es ante todo, ¡libre y persona!

«Los árabes piden la libertad que les pertenece, expoliados por Europa… por Occidente».

«Los chinos practican el capitalismo sin democracia y su fu­ria asesina paga con silencio de créditos a Europa y Estados Unidos».

«A otras soledades y masacres vamos».

Y las ejecuciones públicas, y el tráfico de órganos con la bru­tal saña que les caracteriza, y su maravilloso deseo de fomen­tar la libertad de expresión aplicando la cadena perpetua, y su asqueroso deseo de que el resto del mundo deba temblar, porque, claro, a ellos no se les debe molestar.

A ellos, a los perros chinos, como los perros estadouniden­ses, como los perros fanáticos indios y como los perros espa­ñoles, diciendo a todos que sí, que claro… que nuestro país es un burdel.

Mas no os preocupéis, llegarán otros tiempos.

Llegará el tiempo del huracán infinito. Del alba crucificada por el ocaso hambriento de oscuridad. De una angustia in­flexible. De un hambre que no solo hace llamear de ruido al estómago, sino al ser humano mismo. Será un tiempo, quizás lejano o próximo, donde el ser humano se volverá hibrido, an­drógino, hermafrodita... y mientras esto vaya sucediéndose, to­dos ansiarán amor y caricias, todos ansiarán un labio puro que les bese o el calor de una mano amiga. Los trepas ascenderán y caerán, cortados por el chachachá afilado de su inhumanidad. Las mujeres imitarán al hombre en lo peor y perderán su ore­mus original. El hombre aceptará el juego, por una cuestión de dinero y poder. El nuevo puritanismo ejecutará su compás: nadie debe tocar o mirar al otro, tanto más si es mujer, niño o animal. El hombre, como sexo masculino, será culpable de todo, hasta que el poder de la agenda oculta diga lo contrario. Y los chinos acabarán destrozando lo que ya está de por sí, destrozado. Adiós Europa. Adiós Occidente.

Adiós a todo lo ganado, por lo perdido. Adiós a las revo­luciones interesadas y fáciles que compartían cama y cuerpo con los gobiernos de turno, con los esbirros con sobredosis de poder.
Adiós a la fragancia secreta y creativa de todo… adiós a los versos, al cielo, a las perfectas obras maestras en imágenes, a la sinfonía. Ahora viene otra Era, mejor, en algún caso, gélida como el témpano. Nadie quiere morir solo. Nadie quiere el desprecio. Y el gran universo se contraerá, absorbido por los agujeros negros y seres de otros planetas, de otros mundos vendrán, a este planeta que un día se apagará; hermosa luz de mi aldea o de mi casa.

Ganará la sonrisa del niño. La inocencia futura del que na­cerá y decapitará a los que usaron la revolución, la sangre de nuestros antepasados para convertirla en un poder, manejado desde dentro del mismo poder. Y surgirá, el nuevo rebelde, el nuevo revolucionario, pero éste «no menstruará». Tendrá espíritu… tendrá alma.

El «tiempo del fin», cuando la naturaleza prostituida, expo­liada, humillada, saque a flote sus sedientos jinetes de vengan­za, los desiertos y el Sol de fuego y agua nos devorarán. Pero antes, como siempre, vendrá la era del espíritu para decirnos que el fin es este y que no hay otro planeta, no. Pero sí otra casa, sí otros seres, sí otra luz voraz que nos ilumine el camino, sí otro silencio. El trigo será mecido por la brisa, como el jaz­mín que llena de olor la soledad profunda de noches que han de venir, y nutriremos nuestro ser del hueco de nuevas fuerzas y esperanzas, de ilusiones aprehendidas de errores pasados. Para eso servirá la rebeldía permanente, no la revolución que muere cada minuto.

La alegría, la risa, librará al mun­do, demasiado serio y tecnológico, de padecer por el futuro, solo por dinero y trabajo. O con trabajo, pero sin dinero. Y hablaremos de tú a tú y fornicaremos, hasta que nos caiga­mos en pedazos y Dios repartirá flores a los ancianos para que tengan niños en jardines sin jardineros. Todos será pura risa, hasta la indiferencia no podrá sostenerse en pie y nos moriremos, viendo el último Sol, cuando la primera Luna haya huido hacia otros mundos. Nuestros ojos serán verdes y las colinas el fin de nuestras vidas. Y únicamente cuando esto ocurra, cuando nuestros ojos adquieran esa capacidad estre­mecedora para mirar más allá, para salir de lo superficial, del asqueroso consumismo, de la última revolución pendiente de la especie humana: LA REVOLUCIÓN ESPIRITUAL… entonces, podremos ser libres.