Me parece que lo que he hecho con el sexo no podría catalogarlo dentro de
lo mencionable, sino de lo inmencionable. Pertenece al compendio del más
absoluto delirio, del caos en estado puro, de la lujuria hasta romper los
moldes del éxtasis; si, ese he sido yo en el sexo. Lo que yo he hecho con el
sexo es algo que va más allá de la decencia; podría catalogarlo dentro del
delirio, en ese caos en cuya locura sistemática se halla la capacidad de
destrucción. Podría decirlo así; era capaz de practicar sexo con casi cualquier
cosa que fuera mujer, en el más amplio abanico de lo que permite el uso de la
decencia, si es que esa palabra puede atribuirse a alguien como yo, que
prácticamente lo ha hecho “casi” todo
con las mujeres; “con las que son putas por obligación o devoción y las que son
putas por maldad”. No, no voy a ser precisamente yo quien se atreva a juzgar a
los demás; no estoy en posición de ello. A pesar de que siempre he sido más feo
que un rabino amargado, yo buscaba en el sexo todo lo que no podía destruir, aniquilar,
construir. Era, simplemente, un impotente. Toda incapacidad de crear, toda
incapacidad de comunicación, producía en mí la necesidad de huir a través del
sexo y, por norma, me convertía en alguien siempre dispuesto a… “follar”. Así
ocurría lo que ocurría. Antes de llegar a fin de mes, estaba a dos velas y, por
supuesto, mi mujer no lo entendía; “ni siquiera yo”. Pero ya lo he dicho, todo
lo inmencionable en el sexo con las mujeres puede atribuirse a mí. Mas no era
un adicto, en el sentido estricto de la palabra, sino alguien a quien le
gustaba el sexo con mujeres… como un hobby. Si te lanzabas de cabeza en busca
de un ligue ocasional, solías salir mal parado. Primero, por que estaba casado,
y eso era un hándicap de todas, todas. Segundo, por que intentar ligar en España
con una tía era casi como si te prepararas para que te escupieran, te
martirizaran, o para sufrir humillaciones en público. Lo dicho, las mujeres te
insultaban, se reían de ti. Eso es la mujer en España y, además, siempre decían
que los tíos piensan constantemente en lo mismo. Sólo en España puede ocurrir
eso. Eso sí, cuando ellas quieren follar debes entenderlas y comprenderlas. Si
quieres follar tú, “eres un salido”. “Un tío que, pobrecito, sólo piensas en el
sexo”. En consecuencia, era un gasto de energía sobrehumana intentar tener una aventura con cualquier tía, y muy peligroso.
Además, siempre tenias que invitarlas a cenar y todas esas gilipolleces que se
creen las mujeres, “además de creerse más sensibles y mejores que los hombres”.
En realidad, era mejor ir a cualquier sección de contactos de Internet, buscar
una chica adecuada a tus gustos, una profesional, que te diera un poco de vida
y simpatía, pagar, follar el rato convenido y largarte a casa. Nadie se entera,
es un rato, es un precio razonable y sigues con tú vida, descansado, sin
problemas y habiendo tomado las precauciones necesarias. El sexo en España es
pura hipocresía, de la peor especie. He practicado tanto sexo de pago como sin
pagar. He ingerido tanto viagra y levitras que ya ni me hacían efecto. Todo lo
que significaba sexo, era… “destrucción”. Y destrucción es una hermosa palabra.
Destrucción es una palabra mágica cuyo traje a medida se hizo para mí, y para
el resto de la especie humana, por que la especie humana está perfectamente dotada
para “la santidad y la destrucción; no hay un término medio. El ser humano es
una mala bestia”. Y como había fracasado en todo —tenía 46 años, de modo que no
era precisamente un chaval— había decidido irme de putas; lo malo es que era la
segunda vez en menos de una semana y, por lo menos, la tercera o la cuarta en
quince días. Sí, lamentable. Estaba despilfarrando el sueldo, un tipo casado y
con dos hijos. Pero tenia ganas de sexo, de follar, de fornicar. Al parecer las
poleas no estaban bien engrasadas; tenía la cabeza atascada: el agua estancada,
que olía a putrefacción, salía por el desagüe y emanaba un hedor irrespirable.
Tenía que desatascar las tuberías. Debía renovar el agua estancada. El problema
era el remedio, más que la medicina. Así estaban las cosas en aquella jodida
época de mierda, y todo se iba al traste, siempre se iba al traste. Esa era mi
percepción de todo. Había llegado a ese punto culminante en el que, o me
lanzaba de cabeza al precipicio —una nube negra, un nubarrón— o remontaba hacia
abajo, como el mito de Sísifo. Pero como el agua estaba estancada…debía
exorcizar mis demonios y Dios sabe que estaba bailando como un autentico
chiflado. Dios sabe que bailaba tanto, que cuando iba por las calles tenia el
demonio metido en el cuerpo, y brincaba como sólo puede hacerlo alguien que va
a explotar en cualquier momento, con aquel jodido baile de San vito —los
demonios, el agua estancada, el lado mágico, la destrucción—. Decidí, un
poquito más, acabar con todo aquello. Iba a ser la última vez que reventaba los
ahorros para solucionar todas mis carencias, metiendo mi picha en cualquier
coño sobado por todo Dios. De modo que como todo adicto, que no admite que lo
es —jamás lo hará ningún adicto—, me dije antes de inyectarme en vena un poco
de sexo, que eso se acababa. Y allí estaba, en aquel piso más o menos sórdido, en
compañía de la negra haitiana; allí, mirándome como si fuera a ahogarse en el
infierno o estuviéramos aferrados a una tabla de salvación en medio del
Pacifico, sólo que Magallanes no estaba para echarnos una mano. Ya lo creo que
no. Miré a mi alrededor… ¿donde coño estaba? En un cuarto semioscuro, en un
cuchitril, con una cama crujiente, que apenas daba para dos. Una mujer negra,
hermosa como una pantera en la noche, que se arrojó para quitarme la ropa —debía
ser el hambre, la necesidad— y meterme la lengua hasta el fondo de la garganta.
Ella follaba como si mañana la fueran a ejecutar. La lengua de la negra buscaba
como una anguila ebria mi lengua (tenia prisa, había más clientes); pensé en
todos mis fracasos. Si el fracaso fuera una enfermedad, creo que habría muerto
a causa de esa enfermedad. Fue entonces, cuando me acordé de todo aquello, de
la palabra literatura, de Barcelona… Barcelona es el nombre de un adjetivo que,
para mí, sólo tiene una clasificación: “mierda”. Pero estaba allí y no podría
ser de otra manera. Veinte minutos después, todo acabó. Follamos. La negra
cabalgó encima mío y mi polla en su vagina haitiana. No era una vagina cálida
—las vaginas de las prostitutas, a menos que esté fresca, no suelen ser
cálidas; no es un hogar acogedor, ya os lo digo— pero chorreaba. Babeaba. ¡Zas!
Y se acabó. En la calle, yo bailaba de frío. Jade, me había dicho que conmigo
le vendría la regla. Bueno las negras son así, no son de mi gusto. Las mujeres
blancas son otra cosa. De repente me acordé de Facebook, de todos los
gilipollas que se anunciaban, de la crisis, de los inmigrantes, de las legiones
de desempleados, de mis novelas escritas y muertas en la indiferencia en el
cajón de la cómoda y en el ordenador… y me acordé de toda esa mierda, recordé,
súbitamente, quién era. Oh, si, por el amor de Dios ¿quién era yo, que estaba
contribuyendo a engrasar la maquinaria totalitaria de la marginación, pagando a
una pobre puta solitaria haitiana? Estaba, pues, engrosando, su miseria.
Quizás, hasta participaba en alimentar las fauces sedientas de alguna mafia de
traficante de mujeres, “seguro”. Recordé que era un bicho con dos patas. Es
decir, una pobre bestia racional que se tiraba sonoros pedos, que cagaba cada
vez que se lo pedía el cuerpo, que meaba, que eructaba, que pensaba, que
sonreía, que lloraba… que hacia todo eso. Recordé, que era “un Don nadie”, que
había sufrido inmencionables humillaciones a causa de ser pobre, de ser un
parado. Es decir, “soy español”.
Ser español significa que padecemos
un tremendo abismo entre lo que pensamos y lo que hacemos. Para el español, ese
ser miserable y en ocasiones presa de un optimismo desgraciado, la
responsabilidad es siempre de los “otros” y cuando los “otros” lo tengan todo
hecho, entonces esperara a que los “otros” asuman las consecuencias, y
calculadoramente reaccionará. Ser español, es eso: el tremendo abismo entre lo
que se piensa y lo que se hace, entre lo que quiere sólo para sí y lo que tiene
que compartir en grupo con los demás. Eso, es ser español… desgraciadamente
eso.
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